Amarillo
Fijate —le decía— que nos desvivimos por las definiciones, nadamos en el sinsentido que es el arte de nombrar y referenciar objetos del mundo, poner etiquetas convenientes y entonces ya está, todos contentos. Fijate que existe una panoplia de autores diciéndonos lo fútil de ese ejercicio definitorio al que nos aficionamos con tanto gusto, y no me hagás entrar en citas porque en realidad quiero decirte algo sencillísimo. Fijate que Borges curiosamente enumeraba el color amarillo dentro de la lista de cosas esenciales indefinibles. Para mí, todos los colores son más o menos esenciales en tanto se distingan de los colores restantes; no me animaría a decir que un violeta prima sobre un amarillo o que un carmín es más atractivo que un destello gris. No sé, no está claro. Fijate, nunca me detuve a pensar en el color amarillo como esencial. Ni siquiera cuando leí la cita atribuida a Borges. No, ni siquiera ahí. Lo esencial tenía que calar más hondo, sacudirte las venas, darte vuelta el envoltorio y dejarte en carne viva. Fijate —quise decirle— hace poco cambié de opinión. Uno de estos días de febrero, lo vi clarito. Era el color amarillo formando un par de aureolas. Chiquitas, simplonas, tímidas. Hacía calor, teníamos hambre y el sol te dio justo en la cara. De verdad que hasta entonces el color amarillo no me hacía más gracia que el resto de los colores: indefinible, indescriptible, inabarcable por las palabras y las designaciones artificiales y la mar en coche, sí, eso me daba igual; pero fijate, ese día el color amarillo rodeaba tus pupilas.
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