Manual para el desayuno

Martes, nueve y media de la mañana. Tan tarde y tan temprano al mismo tiempo, que a esta altura daría igual levantarse o seguir durmiendo; lo perdido y lo posible se conforman, todo da más o menos lo mismo. Uno entonces debe exprimirse un jugo de naranja, engañando a los brazos que siguen medio dormidos, porque para despabilarse muchas veces es necesario pasar por algo desagradable. Lo aprendí el día en que la mano extendida se enfriaba, sola y quieta, al no encontrar la suya. El siguiente paso consiste en cortar dos rebanadas de pan y ponerlas a tostar. Luego esperar. Tardé unos diez minutos en guardar la mano en el bolsillo —ojalá me costara menos deshacerme de una esperanza— en una especie de tranquila resignación; su mano ausente, el anuncio inapelable de que ya era momento de despabilarme. Diez minutos y las tostadas están prontas. Entonces uno saca un plato, preferentemente limpio; la mermelada; un cubierto. Diez minutos que son condición sine qua non para las tostadas perfectas, pero que exceden nuestra condición de seres humanos: siempre un minuto más tarde, dos más temprano, como todo desencuentro digno. La operación del desayuno puede repetirse indefinidamente, pero lo aconsejable es no involucrar recuerdos en el proceso, porque uno corre el riesgo de que se le quemen las tostadas, y porque todavía es muy temprano para amargarse por el destiempo.


No, ayer no pasó nada interesante, te respondo, mientras termino el desayuno y me ato el pelo, como si cada mechón fuera una vez que te pienso; y tenerlos todos juntos, atados, una manera de mantenerme a salvo. Sí, todo bien, te respondo, mientras se me escapan algunos pelos en la nuca, que nunca logro atar.

Comentarios

Entradas populares