La llegada

El camino de tierra marcaba mis pasos, la casa me esperaba paciente. El sol me calentaba la cara, las plantas se mecían amalgamándose, haciéndome llegar flujos de brisa fresca que se colaban por mis poros y enseguida me dejé afectar. Entonces la ropa me acariciaba la piel, las pestañas absorbían el afuera hasta hacerlo desaparecer. Pronto la casa se erigió ante mí, la madera que le daba forma y sustento olía a campo. Atravesé las habitaciones mientras el tiempo se enlentecía y cada punto pasó a formar parte de un mapa por trazar. Llegué al otro lado casi sin advertirlo: la casa no tenía afuera, el afuera también estaba dentro. Unos pasos más allá estabas, por fin, y suspiré aliviada; habías llegado como una primavera que no llegaba hacía años, después de tanto, tanto.

Ahora todo parece recomenzar. Fijo la mirada en vos con una seguridad implacable y quiero decirte que mi nombre ya no vale, que necesito que abandonemos las palabras. Es momento de desterritorializarnos. Me urge saberlo todo, conocer las multitudes que te habitan. Te doy la mano y caminamos hacia el mar calmo. Entonces tus dedos tocan mi boca, siguen un recorrido liviano y ya nada me pertenece. El agua lo desvanece todo y nuestras manos reconstruyen un lenguaje común. Te miro a los ojos y veo ventanas hacia otras vidas de las que puedo ir y venir impunemente; empiezo a entender, aunque nunca me importó menos entender algo, te siento en mí y es suficiente. Tus brazos, en los que ahora me anudo, son un desierto poblado de flores y me detengo a oler cada una. Las horas nos recorren y absorbemos cada minuto. Te escucho respirar de cerca y empiezo a latir a la par. Sé que por fin estamos recuperando el tiempo que alguna vez nos unió.

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